viernes, 14 de diciembre de 2007

UNOS DÍAS DE JULIO


I.- LA TARDE DEL PRIMER DÍA

Después del mediodía, cuando todos los que tienen la oportunidad de hacerlo, han terminado la comida, comienza la tarde envuelta en el silencio de la siesta. La ciudad se para por completo y espera a que sus gentes se desperecen y retomen sus labores vespertinas. Hasta los pájaros y los perros callejeros parecen respetar la inquietante quietud que lo invade todo durante esas casi dos horas que siguen al mediodía estival. A penas las hormigas cruzan por sus senderos, ni las moscas se atreven a volar por las zonas de solana.
El sol insiste en quemar el barro seco de los últimos charcos y penetra con su ardor por entre las paredes descascarilladas y mohínas, que sufren la persistencia de un calor sofocante e inaguantable, de un calor tan intenso que hasta parece retorcer las vigas de los tejados con inquina, haciéndolas crujir, siendo ese el único ruido que estorba el sepulcral silencio del sesteo veraniego.
La calesa de Joaquín no está muy limpia, pero no importa; es ya un poco tarde y hay que partir cuanto antes.
Eulogio engancha el tiro, ata el caballo de refresco en la parte trasera del coche y quita el polvo de los asientos con una rodilla de lino vieja.
Joaquín le dice que se dé prisa para salir cuanto antes, que puede retirar el caballo de refresco porque sólo van hasta el Pinar de Antequera.
Suben por la calle de la Platería desde la Plaza de los Arces, donde vive Joaquín; pasan por la Plaza Mayor con dirección al Campo Grande. Atraviesan la ciudad y salen por el sur entre huertos y algunas casas desperdigadas. Los caballos traquetean con sus cascos al golpear sobre los adoquines de la calle.
Joaquín se encuentra un tanto desaforado y con el gesto inusualmente serio. Eulogio, que lo conoce bien, ni tan siquiera osa dirigirle la palabra, a fin de no perturbarlo.