sábado, 3 de mayo de 2008

UNOS DIAS DE JULIO ( CAPÍTULO II )

II.- LA NOCHE DEL PRIMER DÍA

En la tercera arcada, mirando de frente por la derecha, del Teatro Calderón, espera D. Joaquín de Valdeón a su amigo y confidente el abogado D. Rosendo Miñambres.
Son las once de la noche y bajando desde la Corredera de San Pablo procedente de su casa, vecina de la de D. José Zorrilla, se le ve llegar a don Rosendo, portando bastón de nogal culminado en empuñadura de plata con la forma de una cabeza de un león tranquilo, desgastada por el uso, en la que apenas se adivinaban las formas de los ojos y orejas del felino.
-¡Hola Joaquín!, ¿Llevas mucho esperando? –pregunta Rosendo con gesto amable y voz profunda.
-No, hace poco que he llegado. Justo ahora mismo a las once en punto, y a esta hora habíamos quedado –contesta Joaquín a la vez que extiende su brazo hasta el hombro de su amigo para acercarlo a sí.
-¿Dónde hablamos, aquí en el Casino del Teatro o vamos a otro sitio?
-Me parece que es más conveniente acercarnos al Café Imperial, en la mesa del rincón al lado de la ventana, en la parte del fondo; allí estaremos más tranquilos y seguros de que nada de lo que conversemos trascienda, ni sea conocido por ajenos, ni curiosos.
Puestos de acuerdo toman la Bajada de la Libertad hacia arriba, hasta la Plaza de la Fuente Dorada. La noche es particularmente cálida, por eso ambos caminantes, algo sofocados por el ardor del ambiente y por lo cerrado de sus atuendos, con levita, camisola de manga larga y sombrero alto; no dudan en descubrirse, y dejando a un lado los bastones, refrescarse la cara y la garganta con el agua de la fuente.
Una vez reconfortados del calor nocturno los dos amigos entran en la Plaza Mayor y caminando bajo sus soportales llegan al Café Imperial, al que acceden por su puerta de cristal y madera. Saludan con una cortés venia a quienes allí están y toman asiento en la mesa convenida.
El camarero, de aspecto lánguido, que apenas asoma algo más que la cabeza por encima de la barra de mármol, se acerca. Lleva un mandil blanco hasta los tobillos, los zapatos negros desgastados y con profundas grietas. Tiene la bandeja de alpaca debajo del brazo derecho con una rodilla blanca, de paño de algodón, correctamente doblada por encima de la muñeca y antebrazo izquierdos. Se detiene a corta distancia de la mesa, en posición de firmes, como disciplinado legionario, pregunta a los clientes inclinándose hacia adelante:
-¿Qué desean los señores que un servidor les traiga?
-A mí me va a poner absenta con un vaso de agua –solicita Joaquín.
-Fuerte pides Joaquín. A mí me va a servir usted una copa de coñac y un café bien caliente –pide Rosendo Miñambres.
-Al momento señores –les contesta cortésmente el camarero, una vez tomada nota mentalmente de lo que han pedido; limpia la mesa con rapidez y destreza y se acerca a la barra para preparar lo que le acaban de demandar.
Rosendo, durante la corta espera hasta ser servidos, le comenta a su amigo Joaquín:
-¿Cómo pides absenta precisamente ahora? Te vas a descontrolar y no vas a saber coordinar lo que digas.
-Tengo la sensación de precisar de la inspiración que produce la absenta tomada lenta y tranquilamente.
-Bueno, tú sabrás lo que te apetece y si te va a sentar bien o no lo que has pedido, que ya eres adulto.
Mientras se hallan en tal conversación llega sigilosamente el camarero. Les dirige un gesto de respeto, como pidiendo permiso, al que los dos clientes responden con un leve movimiento de cabeza demostrando su aprobación en interrumpir por un momento la conversación y ser servidos.
Puestas las copas, vasos y tazas, platillos, servilletillas y cucharillas, el camarero da un paso atrás, se inclina para preguntar a los señores si quieren algo más y como éstos le contestan con un: “No muchas gracias”, deja la mesa servida y se vuelve hacia la barra para seguir atendiendo.
Retoman Joaquín y Rosendo su anterior plática, y así, liberados ya de la liturgia del servicio, se disponen a conversar de aquello por lo que habían quedado en verse esa noche.
-¿Cuéntame, qué te ha pasado con el Teniente Picavea? Tu criado Eulogio me dijo que teníamos que hablar cuanto antes para ver si conseguía disuadirte de lo absurdo de tus pretensiones. Por lo que me contó, esta misma tarde había estado poco antes de verme en el Pinar de Antequera, contigo, a la espera de los testigos o de los padrinos del Teniente y de este mismo, para fijar los términos, puntos y condiciones de un duelo entre Picavea y tú, a ultranza, por el honor de una desconocida dama.
-No es tan desconocida, al menos para mí –le interrumpe Joaquín.
-¿Quién es ella? –dice Rosendo.
-Después hablaremos de su identidad. Ahora sólo quiero que me digas si tienes algún colega que conozca de leyes de duelos y de desafíos, porque como no me fío del bellaco de Picavea, prefiero tener el debido asesoramiento a la hora de proceder a sellar sus sucios labios para siempre.
-Ten en cuenta que él es militar de profesión y tiene más práctica en la lucha de la que puedas tener tú, por lo que más peligrará tu vida que la del que tu llamas bellaco, con el que has de batirte, si antes no lo impido yo como sea, claro.
-No hemos venido aquí para que me delates a la Justicia, sino para que me recomiendes algún abogado avezado en las normas de los duelos y desafíos, amigo mío.
-Me imagino que, como viejos y buenos amigos que somos, podré darte mi parecer y consejo –le comenta Rosendo con una cierta ironía, más simpática que recriminatoria, por el gesto con que la acompaña.
-Sí, efectivamente, deseo contarte lo sucedido, quiero conocer tu parecer, pero evitaré escuchar otro consejo que el del nombre de un Abogado y sus señas; porque la decisión de batirme está tomada y ahí no hay ya retroceso posible ni arrepentimiento. Agradezco de tu honesta amistad que no vayas a delatarme a la Justicia en evitación de que me bata en duelo.
Una vez dicho lo cual, Joaquín toma la copa con absenta, la mira fijamente, mueve el licor haciendo que éste produzca olas que circulan alrededor de toda la pared interior de la copa. Pasa las manos sobre la mesa de mármol blanco y se incorpora para quitarse la levita que el calor de la noche hace ya especialmente incómoda en ese momento. Vuelve a tomar asiento. Ase firmemente la copa de absenta rodeándola con la mano derecha y se la acerca a los labios, toman un largo y pausado sorbo que al pasar por su garganta le produce un aparente estremecimiento y un ligero sofoco.
-Mira Joaquín, no tengo intención alguna de delatarte a la Justicia, pero sí toda de disuadirte de tu errónea decisión. Sabes lo que pienso de los duelos a estas alturas. Creo que es una práctica trasnochada y bárbara, más propia de fieras o de bestias salvajes que de personas civilizadas. Creo que para limpiar la honra mancillada de una dama existen otras vías más elegantes y civilizadas, a la vez que adecuadas y con la misma o mayor utilidad, que la del duelo. Ya te he dicho que no hay palabra que mancille tanto el honor como para que merezca la muerte de nadie. Además la Ley Divina prohíbe en su decálogo dar muerte al otro, cuando dice por boca de Dios a Moisés: “No Matarás”. Quiero recordarte que no han sido pocas las veces en las que el honor propio o el ajeno que se decía mancillado y por el cual se convinieron duelos y encuentros, no fue sino la sinceridad espontánea de quien acaba de decir la verdad. Más de uno ha muerto teniendo razón y así, con ello, sin limpiar, según su criterio, la honra y el buen nombre mancillados. Por tanto, dar la vida por una pretensión tan escasa, es torpe y triste, y un error del que te quiero sacar, aunque sea con insistencia y con denuedo, porque no me hartaré de darte argumentos para demostrarte que estás totalmente equivocado. Lo que quieres hacer es muy poético y muy propio de lances teatrales que agradan a las jóvenes en edad de merecer, pero que no tiene sentido alguno en un docto caballero de poco más de treinta años, con una ilusionante vida por delante, con mucho que hacer y que perder y muy poco o más bien nada que ganar, en el lance que pretendes.
-¿Me das el nombre y las señas del Abogado que te pido, Rosendo por favor? –corta Joaquín, como no queriendo oír más los consejos y las opiniones de su amigo, al que, no obstante, ha estado escuchando atentamente y sin perderse ni una sola palabra.
Con tal lacónica pregunta, Joaquín corta seca y repentinamente el monólogo de su amigo y consigue que éste calle un momento.
Mientras trata de retomar su discurso, Rosendo aspira un sorbo de la taza de café; como está muy caliente calma el ardor con un poco de agua. Alarga la mano derecha hasta la copa de coñac y vierte un chorro en el café hasta llenar la taza. Mira a su amigo y le dice con el gesto ahora más serio:
-Si quieres que me vaya no lo vas a conseguir, ya te he dicho que voy a disuadirte de tus pretensiones, aunque para ello me tenga que ganar incluso tu enemistad o tu enfado. Me importas más tú que nuestra amistad.
-El nombre, Rosendo. Por favor, dime el maldito nombre del Abogado.
-Hablemos antes de todo ello y si quieres, después, ya te pensarás si vas a visitar a letrados o si actúas con un poco de cordura y de lógica.
-Perdona Rosendo, la absenta me está empezando a hacer efecto; disculpa mi descortesía. En verdad sabes, y se me nota, que no he perdido palabra de lo que me estás diciendo. Quiero y te pido que continúes con lo que me estabas explicando.
En ese momento se acerca hasta los dos tertulianos un caballero ya anciano, saluda a ambos con cortesía y familiaridad. Es el Vizconde de Valoria, cliente de D. Rosendo, que ha detenido poco antes su destartalado birlocho en las inmediaciones del Café Imperial, y se sienta en otra mesa.
-Parece mentira lo bien que se conserva el señor Vizconde –dice Rosendo.
-Y lo mal que viste; con el dinero que tiene… Parece más un pordiosero que un noble. Si se postrara en la puerta de San Pablo, con las pintas que lleva, le darían limosna los feligreses al salir de misa.
-Joaquín, ten cuidado con lo que dices, a ver si nos va a oír. Ya sabes que he tenido buenos pleitos de tan hacendado noble; me ha confiado en varias ocasiones sus intereses, y no quiero perderle como cliente.
Efectivamente, percatado de su inconveniencia, Joaquín calla y asiente “Es la absenta Rosendo”, dice a su amigo; pero no duda en tomar un pequeño trago del licor que efectivamente le está afectando ya, siquiera levemente.
Se oyen ruidos de cascos de caballo a galope y de ruedas con llantas de hierro que se acercan a la puerta del Café. Sin detener del todo el carruaje, salta de la calesa el cochero: es Eulogio. Entra azarado y sin conocer a nadie, otea por todo el local hasta que se percata de dónde se halla su dueño. Camina hacia la mesa en la que están Joaquín y Rosendo; realiza el preceptivo saludo y se dirige a su amo con nerviosismo y urgencia para decirle, con voz entrecortada:
-Señorito, en la fábrica de harina ha habido un percance que requiere de su inmediata presencia.
-¿Qué ha pasado que sea tan urgente?
-Venga y por el camino le voy contando lo que ha ocurrido.
Con evidente gesto de asombro, Rosendo se levanta y encogiéndose de hombros le dice a su amigo:
-Vete, vete, ya nos veremos mañana. Mandaré a mi escribiente para que dé razón de cuándo y dónde podemos encontrarnos, o si no pues que se acerque Carmela a preguntarte.
-De acuerdo, Rosendo, hasta pronto y gracias por tu paciencia. Tú sí que eres un amigo.
Salen deprisa Joaquín y Eulogio; éste, una vez fuera del establecimiento, corre hasta el cercano carruaje, salta hasta el asiento, toma las riendas y arrea al caballo que sale al galope una vez que Joaquín se ha subido y acomodado, con presteza en el asiento, al lado del cochero.
Don Joaquín tiene los ojos pesados por efecto de la absenta y tarda en reaccionar, permanece sin decir palabra.